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Butacas, 1993. Modelado en cera de abeja y cuadrícula en mármol.
46 x 44 x 55 cm.

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Maniquí, 1998. Cerámica con estructura de fierro y pantalla de tela.
180 x 70 x 40 cm.

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Utilísima, 1996. Escenografía de TV. 300 x 200 x 300 cm.

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Cajonería musical, 1998. Trupán, collage y pintura acrílica. 70 x 75 x 50 cm.

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Autoretrato, 2007. Óleo sobre lienzo. 100 x 36 x 8 cm.

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Apu Rojo, 2003. Óleo sobre lienzo.
180 x 135 cm.

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La Esperanza, 2010. Óleo y serigrafía sobre lienzo.
148 x 143 cm.

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La Esperanza, 2010. Óleo y serigrafía sobre lienzo.
148 x 143 cm.

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Utilísima, 1996. Escenografía de TV. 300 x 200 x 300 cm

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Utilísima, 1996. Escenografía de TV. 300 x 200 x 300 cm

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Una Gran Comedia Romana, 2008. Escenografía y Vestuario para Teatro. Teatro Peruano Japonés.

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El Teniente de Inishmore, 2008. Escenografía y Vestuario para Teatro. La Plaza ISIL.

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El beso de la mujer araña, 2009. Escenografía y Vestuario para Teatro. La Plaza ISIL.


De mis conversaciones con Luisa Gubbins durante los años que vivió en Barcelona, recuerdo especialmente la que mantuvimos una tarde en que esperábamos junto a la puerta de su casa, sentadas en el rellano de la escalera, aguardando a que algún compañero salvador trajese las llaves que nosotras habíamos olvidado. Se hacía de noche, y conforme crecía la oscuridad se iban desdibujando nuestros perfiles e iban cobrando cuerpo nuestras voces. Como la ceguera es profeta, aquella penumbra abrió curso a las revelaciones. Luisa hablaba de las historias de su abuela. Hablaba de sus recuerdos de niñez. Hablaba de los viajes a Machu Picchu y de las leyendas indias. La soledad de la escalera hacía que un eco rumoroso acompañase a cada palabra, y en la atmósfera sugestiva creada por la sombra, se habría dicho que eran muchas y distintas las voces que participaban de aquella cháchara. Al hilo de sus evocaciones, era inevitable preguntarse cuánto de esa memoria estaba en el sustrato de lo que pintaba.

Se pinta, se escribe, se crea, y hay un origen para ese juego obstinado en que uno se enfrasca. Los primeros que juegan sin sobornos, poniendo el alma en el juego, son los niños. Las imágenes que persiguen al artista con más tozudez están en la memoria de la infancia, en el recuerdo del mundo libre que los niños acarician antes de ir a dormir. Hay algo en los trabajos iniciales de Luisa Gubbins, en los decorados que hizo para la televisión ante de vivir en Barcelona, que presupone su visita al país de las maravillas. Esas mesas abombadas, esas sillas crecidas por encima de sí mismas, esos suelos ajedrezados donde una tacita roja espera a la niña que la levante del plato pertenecen a sueño de Alicia. Ante tales decorados no cabe sino esperar que de un momento a otro pase el conejo blanco reloj en mano. Creo que mi intuición es certera, y otros trabajos de Luisa vienen a confirmármelo: los butacones esculpidos sobre el tablero de damas, con su aire de señorona provinciana, tienen la personalidad inquisitiva y amenazante de la Reina de Corazones.

Es frecuente en el trabajo de Luisa esa capacidad de vivificar los objetos, de insuflarles una psicología que los hace inquietantes o los llena de historia y de biografía propia. Así esas butacas ( A ), así una lámpara-maniquí ( B ) que habría hecho las delicias de Felisberto Hernández. Así incluso los enseres de apariencia más simple ( C ) pero no menos sugestiva, ¿pues qué memoria no esconderá esa mesa donde las partituras prometen una música antigua y silenciosa aguardando en su interior? ( D ) De cada uno de sus cajones podría salir un universo: el de Carroll, e de las asociaciones extrañas y oscuras de Lautréamont, el del recuerdo familiar y el de a leyenda colectiva. No es extraño que la artista se haya autorretratado como un mueble huesudo y lleno de gavetas ( E ), con sus rotos y sus vacíos, como en todo recordar que se precie. Dentro de cada cajoncito hay a buen seguro un latido de la memoria que pugna por encontrar la línea, el color o el volumen con que se presentará al mundo.

Memoria de la infancia, decía. Memoria, también de la leyenda colectiva, del relato mítico y del paisaje donde se forja. Si el recuerdo de la niñez de las primeras medidas de nuestro reducto íntimo, la tradición y la geografía ensanchan sus horizontes.    Luisa es deudora de Puno, de Cuzco, de los rituales de ascenso a la montaña, del ahondamiento en el alma que las vistas andinas proporcionan.      De esa deuda surge la pintura como ofrenda en el camino artístico, al modo de las que se hacen a los Apus en el sendero a la cima.     Está tratado ese rojo con tan fervoroso cuidado, son tan hermosas sus veladuras ( F ), que a las claras se reconoce el homenaje al espíritu mítico que lo alienta. Hay que ver esos pájaros encenderse de color a su paso frente a la montaña, para entender que esta pintura se ilumina al soplo de un mito andino. Los incas honran a los Apus de cuya cumbres baja el agua para alimentar las tierras; Luisa deja su regalo a las divinidades que han abrevado su sensibilidad.

La búsqueda del mito no es afán folklorista. Tiene que ver, por el contrario, con lo que es común a todos los hombres: la raíz mítica se hunde hasta lo más hondo, que es lo más universal. Allí se reconoce uno mismo en muchos otros, de manera que los retratos se multiplican en blanco, en ocre, en naranja. Allí se produce el encuentro con otras voces que iluminan la condición humana, y por eso en algún cuadro de Luisa ofrendan también los poetas. Desde esa tiniebla que a todos nos atañe, surge la voz de Mario Benedetti llenando una partitura. Su salmodia amorosa sirve de fondo a una pareja que mira al espectador desde el primer plano ( G ). A la luz de ese poema que va fluyendo por el espacio impreciso, se vislumbra lo que une a los amantes. Palabras que iluminan a los hombres: ella sostiene sobre su mano una llamita ( H ).

Bañada en lo profundo de esos pozos, infancia y mito, Luisa sale después a la realidad. No hay nada más realista, más detallista, que sus escenografías ( I ). O quizás no. Quizá las apariencias engañan ( J ). ¿Es seguro este quiebre entre el mundo onírico de antes y la verosimilitud de la escena? Es posible que fuera necesario mirar con más atención. ¿No prefiguraba el último cuadro descrito esta entrada en el teatro? ( K ) Esas palabras que llenan el espacio donde aparecen las figuras, ¿no son un doble de la palabra dramática? ¿No hay también una poderosa personalidad en los colores del mobiliario escogido para El teniente de Inishmore? ( L ) Y sobre todo, ¿no está recogida la pasión fabuladora y morosa de Molinita en los tornasoles de su bata? ¿No está anunciado su sacrificio a los dioses del amor y del star system en ese rojo que lo envuelve? ( M ) Sí, después de todo, tras la metamorfosis realista, la infancia y el mito siguen asomándose al trabajo de Luisa Gubbins. Es sabido: para reconocer la frágil maravilla de las realidades más cotidianas, es necesario haber vuelto de un viaje al misterio.


Gemma Máquez Fernández
Barcelona, 21 de enero de 2010

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